Una mañana te levanta el sonido de mil voces alrededor. Mil voces a quienes se les ha acabado el discurso, que ya no saben qué hacer, qué decir.
Nos gusta pensar que lo que decimos es escuchado por alguien. Nos gusta pensar que siempre hay un oído dispuesto a atender nuestros consejos, nuestros problemas, nuestras historias. Y una mierda.
El problema es que todo el mundo habla y nadie escucha. Todos estamos deseando que nuestro amigo deje de hablar para responder, para contarle nuestro problema, que es mejor que el suyo y que le importa tan poco como a nosotros el suyo. Nos importa una mierda el resto del universo. Dadme una grabadora que me escuche hablar, dadme una cámara de vídeo para colgar mi vida en YouTube, y que la gente finja que le importa. Y, pronto, todo será así, personas que hablan. Personas que no escuchan.
De tanto hablar, se nos secará la garganta, y nos daremos cuenta de que el silencio es bello, que la voz del resto es bella, que hablar siempre acaba por cansar. Nos percataremos de que nuestras palabras no son tan importantes, que hablamos demasiado y no decimos nada. Pero estaremos deseando poder volver a hablar, que alguien nos joda, y llamar a un amigo para que venga y finja que nos escucha. Como fingiremos nosotros después.
Que, ya ves tú, esto es hablar por hablar, como todo. Pero es que se me ha secado la garganta y no aguantaba sin quejarme de este mundo de mierda.