Una mañana te levantas y es el fin.
Joder, no el fin literal de las bolas de fuego cayendo del cielo y el mar llegando a Cuenca. Es el final de algo, el final de algo que parece que comenzaste ayer, cuando en realidad ha pasado, ¿cuánto? ¿Un año, dos años, quince?
Siempre ha habido dos clases de finales: aquellos en los que sólo quieres encerrarte lejos del mundo y aquellos en los que quieres demostrarle al mundo que es lo mejor que te podía haber pasado. Un final épico, un final en el que te apetece levantarte y gritar "¡Que os den!", un final en el que aguantas el tipo y por dentro no paras de pensar un por fin.
Y es que hay cosas que están inventadas para acabarse. Los viajes no deberían acabarse. Las clases sí. Los proyectos tienen una meta, los cursos una graduación, y las relaciones... mejor dejamos ese tema.
Que las cosas se acaban, y ni tan mal. Sólo hay una cosa que dura para siempre, y es la vida. El resto tiene que pasar, tiene que acabar, tiene que desaparecer. No creo en las relaciones que empiezan muy temprano y no acaban nunca. Peor: no creo en las relaciones que cuando llevan tres días, un mes, cinco años, cincuenta años, todavía son iguales.
¿Qué clase de gracia tiene eso, vamos a ver? ¿Cuándo evolucionas, cuándo experimentas, cuándo vas a echar de menos? ¿Cómo vas a apreciar algo cuando lo puedes tener siempre?
Retiro lo dicho: todo tiene que acabarse en algún momento u otro. O como mínimo cambiar. No entiendo a esta gente que se pasa tres meses encerrados en el mismo sitio de vacaciones, y los nueve meses restantes se quejan por estar encerrados en el mismo sitio de trabajo. ¡Cambia, joder! Cambia algo, cambia todo, cambia ya. No te encierres, no te conformes, no te delimites.
No comments:
Post a Comment