Una mañana te recibe la luz ardiente del sol, una luz blanca, casi nuclear, que se refleja allá donde mires, que hace insoportable alzar la mirada. Su textura casi líquida, la picazón en las piernas. el agobio que produce cerrar los ojos y seguir viéndolo todo amarillo, como en la canción. ¿Cómo se puede echar de menos la luz frágil del atardecer, esa que apenas ni puedes llamarla luz, que se quiebra a cada segundo? La luz que muere lenta, despacio, deslizándose hacia el vacío tan sutil que, para cuando te das cuenta, no es más que un espectro invisible, nada más que el recuerdo de la luminosidad anterior, que permanece ahí, en tus retinas.
Lo que no se ve, existe también. Lo que no nos ciega en su locura deseperada tambien esta ahí, cuidando de nosotros, prometiendo un amanecer pronto, el amanecer que esperábamos, necesitábamos y deseábamos más que ningún otro.
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